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Gilberto Cerón

Omar Díaz Saldaña, editor de la revista ¿Qué está mirando? hace la siguiente introducción a su obra:

“A la edad de catorce años, en 1970, Gilberto Cerón, caminaba por las calles del barrio Chapinero, en la ciudad de Santafé de Bogotá, para llegar al taller de David Manzur.  Durante cuatro años continuos fue aprehendiendo el sentido y la naturaleza del lenguaje plástico,  la determinación de las formas mediante las líneas que precisa el dibujo, el manejo policromo consustancial a la pintura, el significado del valor estructural de la composición y, en general, las diversas técnicas propias del oficio.

Quizás en la búsqueda de sus raíces maternas o hilvanando los sueños que tejen la vida, Gilberto Cerón llega al Valle del Cauca, a Cali, en el año de 1995, hallando profundos motivos de inspiración, formadores de su personalidad artística. En cada rincón de su taller, en cada pieza de ese, su mundo, de las miradas escrutadoras de sus personajes, de la miniaturas y esculturas eróticas desacralizadoras, percibimos el tríptico: poesía, fotografía y pintura; pues para Cerón su pensar y hacer como artista es el espejo de esas “tres sustancias conjugadas”, integradas en su invención imaginativa.

En Gilberto Cerón no hay una unidad estilística; afirma su poliformismo determinado por la relación dialéctica entre el tema y la técnica.  En cada serie expresa, con particulares recursos técnicos, preocupaciones propias de la existencia humana; bebiendo en la tradición, en la historia del arte, como en La tengente y la mirada, vindica la liberación del cuerpo femenino, el erotismo, o en Amantes memorables, donde el humor y el sarcasmo alrededor de lo arquetípico de las relaciones entre parejas, funda la expresión plástica de la serie. En esa búsqueda el artista utiliza diversos soportes y pigmentos, articulados en su paleta, acordes con la dinámica de la trama puesta en escena.

La serie Andes profundo. Tumbas para querubines ápteros, se ancla en lo profundo de nuestra arteria americana, del paisaje andino, de la altivez de las cordilleras que rasgan el cielo, del río subterráneo de nuestra historia milenaria. Esas estructuras cavernosas guardan en su memoria la huella de la primigenia arcilla, la vida de la naturaleza, la cultura esculpida en el tiempo, los rostros de los hombres y de las mujeres que habitan el presente violento, descarnado; pero también hay en ese mundo un lugar para las pulsiones eróticas de los cuerpos enterrados; la luz más allá del horizonte en el cielo detrás de las montañas, es un símbolo, quizás, de lo inalcanzable. Pero “los hombres caídos que seremos, seremos parte de ese río subterráneo”.

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